LA CORNETA AMARILLA
Al fin mi sueño se hizo realidad, ser un escritor reconocido. Fui invitado
a participar con alguno de mis cuentos en el libro Peces con Alas, libro donde participaban escritores de toda
Latinoamérica. Me puse a escribir inmediatamente y les mandé seis cuentos, los
consideraron muy buenos y ahora estaban allí, entreverados con el resto de
grandes escritores de toda América. La presentación es hoy, veinte de marzo, en
la Vieja Guarida, emblemático boliche
de Buenos Aires, ubicado en el barrio el Abasto, sobre la calle
Guardia Vieja, que presenta una infinidad de boliches, de gente que va y viene,
de luces que apenas alumbran, anaranjadas, azules, frentes pintados de negro,
de rojo, de puertas abiertas invitando a entrar. La gente también es distinta y
las mujeres de polleras cortitas, son hermosas, simpáticas y caras.
A la
altura del treinta, el boliche Vieja
Guarida es el preferido de los artistas. Allí se hacen presentaciones de
libros, de desconocidos músicos, de cuadros pintados por alguien. Es el lugar
del arte subterráneo. Con Alejandra veníamos bajando de boliche en boliche. Pasamos
frente a él. Adentro sonaba una música rara y distorsionada. Todos bailaban
levantando los brazos, sacudiendo los cuerpos. El mozo tras la barra no paraba
de servir los vasos. Alejandra, es mi compañera y por nada del mundo se iba a
perder estar a mi lado en tan importante evento. Ella quería entrar pero yo no
estaba tan seguro. Como siempre, luego de divertirnos, de ser la fiel compañera
a mi lado, sin entender porque se enojaba. Saqué un cigarro y lo encendí;
Alejandra se había apartado, cruzada de brazos miraba para otro lado y no me
hablaba. En la esquina habían tres travestis, uno se acercó a pedirme fuego, era
rubio, regordete, con unas enormes tetas y la cara desfigurada por las
cirugías.
-Por cien pesos te hago lo que quieras.
-No gracias, estoy con mi novia.
-¿Esa? Parece que mucho no te quiere.
-No es asunto tuyo -Volvió con sus dos compañeros de esquina. No dejaban de mirarme, ni a Alejandra que se hacia la distraída.
Una muchacha
flaquita pasó cantando por la vereda de enfrente. Todo su cuerpo del lado
izquierdo estaba paralizado. Arrastraba una pierna y uno de sus brazos no
respondía a sus deseos. Cantaba una canción que solo ella sabía, estaba
borracha y muy drogada.
Enla Vieja
Guarida se había armado lío. En la vereda, un pelado,
gordo, enano, desafiaba a un negro, flaco, que media como dos metros a pelear.
Una gorda en medio de los dos gritaba: “¡Basta!”. El negro sostenía su cuerpo apoyándose
en la pared y lo miraba desde allá arriba al enano que movía sus piernas
bailando alrededor suyo como un boxeador y lo invitaba a pelear.
En
La muchacha flaquita
me miró y desde la vereda de enfrente me invitó a cantar, a mover el brazo derecho
como ella, a seguir su ritmo. Se río al ver mi cara de amargado y pocos amigos,
se olvidó de mí siguiendo su viaje.
El enano le pegó
una patada al negro en la rodilla y cayó al piso, gritando y llorando; luego
empezó a pegarle en todo el cuerpo, se sentó sobre su cara y comenzó a cincharle
las motas. El negro no paraba de quejarse y llorar. Otros tan altos como él
aparecieron de adentro a defenderlo, uno le devolvió la
patada al enano y rodó calle abajo.
Los autos paraban y
le preguntaban a Alejandra cuanto cobraba, daba vuelta la cara y no contestaba.
Uno de los travestis se arrimó a ella y le empezó a hablar. Alejandra sacó un
espejo de su cartera y le dijo: “Es prestado he”. Los tres se miraron en él
retocando sus maquillajes.
La muchacha flaquita
seguía caminando y la quietud de su parte izquierda se le iba yendo. Se tapó la
boca cuando lo vio venir, se quedó paralizada, encantada dejó de cantar, de
frente a ella venia caminando un flaco, perfectamente vestido, peinado con
gomina, de traje azul, sombrero al tono y championes de resortes. Parecía un
tanguero, pero moderno. Debajo de su brazo llevaba una corneta amarilla. Ambos
se pusieron frente a frente, casi hasta darse un beso. Amor a primera vista.
Alejandra,
ahora también se miraba en el espejo y hablaba con los travestis en voz
baja.
Él enano se levantó
como pudo, se paró en la esquina y pegó un chiflido. De los distintos boliches,
empezaron a salir otros enanos, con palos y botellas en las manos, con los
puños cerrados.
El flaco apoyó la
corneta en el oído de la muchacha y le gritó que: “¡no, que ahora no!”. Salió
caminando calle arriba y ella para el otro lado.
Una cuatro por
cuatro paró en la esquina, uno de los travestis le dijo: “Ella cobra
cuatrocientos pero no es como nosotras”. El tipo abrió la puerta, Alejandra subió
y antes de cerrarla me gritó: “Nos vemos
luego”.
Los enanos y los
negros eran ahora un tumulto de gente que se peleaba. Una botella voló hasta
estrellarse contra una vidriera. La alarma sonó y todo Buenos Aires se enteró. Vino
la policía y todos desaparecieron, menos el negro que en el medio de la calle
seguía gritando, llorando, con la cara cortada y juntaba los restos de su pelo.
Los travestis tampoco estaban.
―¿Qué
está haciendo usted acá? ―me preguntó un uniformado.
―Vengo a la presentación de un libro, soy escritor uruguayo
―Si claro y yo soy Juan Darienzo. No me mienta. Dígame la verdad, o lo llevo preso.
―Vengo a la presentación de un libro, soy escritor uruguayo
―Si claro y yo soy Juan Darienzo. No me mienta. Dígame la verdad, o lo llevo preso.
El flaco
desde la distancia nos apuntó con la corneta y gritó: “¡que les diga la verdad,
les está mintiendo!”. Me esposaron y me metieron en el auto, a pesar de mi
protesta. El auto arrancó, buscando enanos y negros por un laberinto
interminable de calles grises y oscuras. No sé por dónde andábamos cuando les
avisaron por la radio que yo era quien decía ser. Me pidieron disculpas y me
llevaron al Abasto nuevamente. Alejandra, parada en la esquina esperaba ligar
su tercer viaje, salió a mi encuentro e insultándome me preguntó a donde mierda
había estado. Entramos a la Vieja Guarida.
La presentación ya había terminado. Todos brindaban con champagne por el éxito obtenido.
Le hice señas al mozo que trajera otra botella. Los de la editorial me
arrimaron la caja con los veinte libros que había encargado. Se los pagué y se
fueron, enojados porque no estuve como les había prometido. Alejandra, cruzada
de brazos, no dejaba de mirarme y sacudiendo la cabeza me dijo: “te das mucho
bombo propio vos”.
Caminamos hasta la calle Corrientes
a tomar el bus. El hombre de la corneta amarilla también estaba en la parada.
Sostenía un libro abierto en sus manos, gritaba y actuaba junto con la muchacha
uno de mis cuentos. El enano pasaba el sombrero. Saqué una moneda y se la di.
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