ESPEJOS AL FINAL DEL LABERINTO
ESPEJOS AL FINAL
DEL LABERINTO
El libro Acido había sido un éxito mundial y ahora era un escritor famoso.
Me habían invitado a un programa de show televisivo, de esos que son estúpidos,
muy estúpidos. Estaba yo allí sentado, tirado en el sillón mirando a los
bailarines que practicaban lo que en un rato harían en vivo. Los hombres usaban
pantalones muy ajustados y sus remeras dejaban ver las formas perfectas de sus
músculos. Las jóvenes usaban polleras muy cortas que dejaban ver sus nalgas
cuando giraban y sus escotes los enormes senos de silicona barata. Saltaban,
daban vueltas, se movían como aves en un acto pre sexual. Hacía poco que había
sacado mi libro y tuvo tanta venta y aceptación que ahora era un reconocido
escritor en el mundo entero. Saqué un habano y lo encendí, tiré el humo sobre
los cuerpos de los bailarines y perdieron el ritmo sacudiendo los brazos y
tosiendo. El que los dirigía se enojó con ellos. Me miró y me pidió que apagara
el habano. Era afeminado y según él “¡artista deportista!”.
― ¡Vete al demonio! ―le dije tirándole el humo de mi segunda bocanada
en la cara. Luego saqué la petaca del bolsillo
izquierdo del saco y le pegué unos buenos tragos. Los bailarines,
enojados, se fueron para otra sala (lastima, esas polleritas y esos senos no se
ven todos los días). Una mujer, toda
pintarrajeada, ya vieja, vino a querer maquillarme.
―¡Tu también vete al demonio! ―le dije. La mujer se enojó y llamó a un
hombre alto y ancho, de camisa celeste sudada, que cruzado de brazos desde un
rincón de la habitación, no hacía más que mirarme, se acercó, me pidió
disculpas por las molestias y pasó a explicarme como se desarrollaría el
programa:
―El señor Marcelo le hará unas
preguntas y usted las contestara...
―¡Ya, deja imbécil, he visto el
maldito programa de mierda varias veces
antes! ―le grité tirándole el
humo a él también en la cara.
Había decidido no ir a ese tipo de
programas, eso bajaría mi popularidad, ahora era gente de arte, de las letras,
intelectual, poeta, escritor, y ese tipo de cosas tan vulgares no me harían
bien. Para joderlos, cuando me llamaron para invitarme les dije que sí, que
seguro iba a estar ahí, toda la semana estarían hablando de mi y promocionando
mi visita, pero llegado el día no iba a ir nada, y todo el mundo se preguntaría
¿porque?, eso me haría aun más famoso, y después daría conferencias de prensas
explicando lo malo que era ese tipo de programas para el intelecto general de
la población. Pero el día que estaba invitado al programa, salí de boliches,
como lo hacía siempre últimamente en el interminable festejo del éxito obtenido
por mi libro, y cuando salía de boliches fumaba y tomaba sin parar. En el
ultimo bar que estuve (que no se cual era) una muchacha se me acercó y me hizo
saber su deseo de que la acompañara al programa de televisión donde ella
trabajaba y ser entrevistado, era tan hermosa que no pude decirle que no. Y
allí estábamos ahora, ella practicando el baile y yo en el sillón tal y como
habíamos quedado con ese tal Marcelo.
Por unos minutos me dormí hasta que
unos papelitos de todos los colores comenzaron a caer del cielo, las luces
giraban y del suelo salió humo que se confundió con el del habano que comenzaba
a agujerear uno de los almohadones. La música de suspenso subió su volumen y
volando desde el techo, como si fuera un ave o un ángel,
con alas de tela pegadas a la espalda, con su pelo engominado, peinado con la
raya perfectamente trazada, con su traje italiano negro y zapatos que brillaban
como si tuvieran luz propia, él iba bajando. Los aplausos y gritos histéricos
de gente que no estaba se hicieron escuchar cada vez más fuertes, cada vez más
seguido, a la vez que una vos gruesa y masculina anunciaba su llegada: “¡El
señor Marcelo!”. Escupí un par de papelitos que se habían metido en mi boca y
sin entender muy bien lo que pasaba me reí.
Marcelo, hizo su
presentación y luego me presentó. Lambí mi mano y la pase por mi despeinado
pelo. Comenzó a hacerme preguntas, alegre y sonriente, sobre mi vida, sobre mi
libro. Se notaba que jamás lo había leído, ni siquiera mirado, diría yo. Me pidió,
yo acostado a lo largo del sillón que le leyera en vivo alguno de mis cuentos.
―Que carajo, estás loco son muy
largos.
A cada rato pedía
un corte y lo aprovechaba para decirme que era una vergüenza nacional y un
desastre como persona.
―¡Vete al diablo! ―Yo miraba a la bailarina y no me importaba
lo que dijera.
Después, mirándome
con cara de demonio, como toda la noche, me dijo que el final sería una
sorpresa, yo hablaba con la bailarina y todos me gritaban en voz baja que
estábamos al aire (Que me importaba a mí, si ya casi estábamos concretando
vernos al otro día en el Bar de Los Bichos. Era hermosa, artificial, pero
hermosa igual. Yo nunca había tocado un par de tetas de siliconas hasta ese
entonces)
―¡Pasemos al juego y chau! ―Gritó desesperado Marcelo a sus asistentes
mientras la maquilladora le secaba el sudor de la cara.
―Si no me dan otra petaca no juego
nada. Y la petaca apareció. Los
camarógrafos, sonidistas y todos los demás corrían hacia otro salón. Me pararon
enfrente a una puerta y me explicaron: “Detrás de esta puerta hay un laberinto,
fácil, debes encontrar la salida”.
La voz fuerte y
masculina anunció que el juego empezaba: “Se abre la puerta y el concursante
entra, ¡al laberinto, donde todos tienen alas, alas como las de Marcelo!”. La
puerta se abrió y el grandote de camisa celeste me empujó, luego se serró a mi
espalda, no tenía pestillo ni nada. Comencé a transitar el camino de la
izquierda. Doblé y doblé, iba para adelante y para atrás y un rato después
estaba nuevamente frente a la misma puerta sin pestillo ni nada. Tomé el camino
de la derecha. Doblé para un lado y para el otro, ya me estaba cansando. La petaca
estaba casi vacía. Llegué al final del laberinto, no había nada, tampoco una
puerta de salida.
―¡Esto es una mierda! ―Grité. Me di vuelta, miré para atrás, para
los costados, para arriba, buscando y cuando volví la cabeza hacia adelante ahí
los vi, dos enormes espejos y en uno de ellos hablándome mi reflejo. Me asusté,
pero también me acordé que había tomado mucho, me paré frente al espejo, me miré
a los ojos y empecé a escuchar. No era el vidrio el que me hablaba, era yo,
pero tenía mi cara más joven, lucida, mi voz era suave y pausada, mi cuerpo
luminoso con un par de alas de telas pegadas a la espalda. El mareo se me fue,
la petaca se cayó al piso y se rompió en miles de pedazos y con ella la
borrachera. Lo que me dijo aquella mi propia imagen nunca lo voy a poder
olvidar. Las paredes del laberinto cayeron para atrás. Marcelo entró sacudiendo
las alas sin tocar el piso. Nos abrazamos, lloramos y moviendo las alas,
volamos hacia el sillón. “Ahora es como Marcelo” gritó la voz gruesa desde allá
arriba.
Los bailarines a nuestra espalda también
volaban y hacían una actuación perfectamente estudiada. La hermosa bailarina, a
quien le debo mi transformación, extendiendo su brazo me invitó a acompañarla.
Ahora todos bailamos mientras Marcelo habla a la cámara.
—Esto es lo que siempre soñé en mi
vida, volar y ser un famoso bailarín de Marcelo.
Esa fue la última
vez que me emborraché, que fumé y nunca más volví a escribir algo. Pasaba todo
el día practicando y de noche actuando. Volaba y volaba, o eso les parecía a
los que nos miraban cuando encendían la tele.
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